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El PSM opina. 04/10/2003

Democracia y nacionalismo

* José Luis Orella Unzué és catedràtic de la Universidad de Deusto

La pregunta que se lanza a todo nacionalismo (francés, español, italiano o vasco) es si sus proyectos etnicistas son compatibles con la democracia. Es decir, si se pueden defender los intereses de un conjunto de personas ligadas entre sí por lazos culturales, lingüísticos y económicos en perjuicio de otros ciudadanos que están de siempre o llegan ahora a su territorio y ámbito cultural con aspiraciones de asentamiento, enraizamiento y perdurabilidad.

En otras palabras ¿tienen los emigrantes sitio cultural, además de ser fuerza laboral y de gozar de derechos sociales y asistenciales, en el encuadre de una nación etnicista como Francia o España? ¿Se puede reclamar a la vez algo aparentemente contradictorio como es una ciudadanía universal cerrando el espacio territorial soberano a un conjunto de personas que aspiran a integrarse en él?

Los estados nacionales tienen la obligación de ofrecer a todos los ciudadanos que se encuentren en su territorio una igualdad de derechos y de oportunidades para que sean lo que quieran ser. Pero ¿es compatible la igualdad de derechos y de oportunidades con las identidades culturales? Porque la igualdad de derechos y de oportunidades no se encierra en el ámbito del trabajo, del goce del ocio, de las comodidades cotidianas, del acceso a una vivienda digna, del derecho a una sanidad presente y la promesa de una seguridad social en la jubilación. La ciudadanía integral no se cierra con estos horizontes sino que se abre al ejercicio de unas libertades individuales y de asociación y al desarrollo de unas identidades culturales, lingüísticas y de idiosincrasia. ¿O es que los emigrantes colombianos, ecuatorianos, rumanos o marroquíes por el hecho de trabajar en España decaen de este segundo plano de derechos y desarrollo de su propia religión, cultura, lengua, costumbres y formas de interpretar la vida social? Si esto fuera así los emigrantes deberían contentarse con esta ciudadanía fundamental y deberían explícitamente renunciar a la larga al uso de su lengua, al ejercicio de su religión y a la organización social propia de su cultura?

De nuevo asoma la pregunta sobre si es posible conjugar la ciudadanía democrática con el desarrollo identitario de una colectividad. Pero de hecho en todos los estados occidentales que aceptan inmigración y mano de obra extranjera, lo mismo que en el Estado español, ya desde la Edad Media se integran grupos sociales que reclaman su propia nacionalidad e identidad.

La dificultad estriba en que en España ya existe un proyecto identitario y no se acepta que dentro de la comunidad política existan diferentes identidades, ni nacionalidades que aspiren a ser naciones. Por eso al grupo de emigrantes que llegan y a los que se les concede la ciudadanía elemental, se les niega la ciudadanía total a no ser que admitan y se integren en el proyecto identitario español. Tampoco basta que se reconozca a los emigrantes y a los grupos minoritarios que viven en el Estado español un nivel teórico de ciudadanía si luego en la práctica se les fuerza a admitir un proyecto identitario español. No basta con el reconocimiento legal de la singularidad y de los hechos diferenciales ya que se les niega el origen intrínseco, popular e igualmente identitario de las mismas peculiaridades.

Del mismo modo no se les concede la igualdad ciudadana a las nacionalidades españolas (navarra, vasca, catalana, gallega, leonesa o andaluza, etc.) que no se integren en el proyecto identitario español.

En España han copado populares y socialistas de forma no democrática la concesión del título de ciudadanía española de base identitaria, etnicista y excluyente. Ellos son los portadores de los valores identitarios y los expendedores de la legitimidad. Ellos son los que la niegan la ciudadanía española completa a los emigrantes y a los súbditos estatales de las nacionalidades a no ser que renuncien a sus niveles lingüísticos, culturales y de idiosincrasia.

Más aún, los populares y los socialistas han dado un paso adelante y olvidando la propia historia española y las formas políticas de organización aceptadas en el pasado se han constituido en únicos poseedores del patriotismo constitucional. La rica identidad española la han reducido a una constitución, como la de 1978, que, aunque tenga una larga vida, será efímera en la historia multisecular de España.

Muchos han olvidado la historia de las relaciones de los territorios forales con la Corona española cuando se atreven a afirmar que «nunca estos territorios fueron sujetos de anexión alguna provocada por la fuerza». Si verdaderamente existió un derecho foral pactista comprobado por la historia ¿cómo se atreve a decir alguno de estos ideólogos constitucionalistas que «es una grave irresponsabilidad insinuar o promover una desanexión de carácter unilateral con base en supuestos derechos históricos falsos?»

Por recordar alguno citemos el ejemplo alavés. Si existió en 1332 como fundamento de la integración de Álava un pacto de libre adhesión a Castilla ¿por qué algunos alaveses niegan a Álava actual la capacidad de ‘‘un nuevo pacto político’’? ¿O quizás son tan poco objetivos como para afirmar que los pactos establecidos entre los territorios históricos y la Corona española no estaban inmersos en un contexto de violencia banderiza o de guerra civil fraticida como en las Cortes de Burgos de 1515? ¿«Existían entonces las mínimas condiciones de igualdad política para abordar una propuesta de semejante calado»? ¿No conocen por la historia la argumentación añadida que en el debate posterior adquirieron aquellos firmantes del pacto «para la persecución y aniquilamiento de quienes no pensaban como ellos»?

Pero no basta con la afirmación que hacen los socialistas y los populares de que la Constitución española de 1978 reconoce la identidad nacional vasca y la identidad foral de los territorios vascos si luego a renglón seguido «sobre la base del Estatuto de Gernika» se niegan los derechos históricos reconocidos en el mismo Estatuto.

Y ahora que Europa entra en una fase novedosa con la Constitución europea en perspectiva hay que exigir sin ambages que la democracia concretamente europea y generalmente occidental no se base y fundamente en leyes y constituciones sino en culturas y en idiosincrasias. La sumisión de españoles, franceses, alemanes, lituanos o polacos, etc., lo mismo que los emigrantes a la constitución europea implicará la concesión de una ciudadanía de niveles fundamentales. Pero la ciudadanía completa implicará el reconocimiento por Europa de las diferentes lenguas, culturas e identidades.

A la hora de las conclusiones tenemos que afirmar que en el momento actual de globalización y de cerrar el marco europeo no hay posibilidad de platear el internacionalismo y la ciudadanía universal sino desde un territorio concreto de soberanía, desde una identidad elegida y desde una cultura y una lengua de expresión.

No cabe una ciudadanía universal y democrática si cada uno no tiene la capacidad de elegir su propia lengua, la educación de sus hijos, el ideal de humanismo que pretende vivir y transmitir, la constitución de su propio pueblo. Si bien en algunos terrenos como la ciencia, la economía o el comercio es posible desarrollarlos en paradigmas universales, sin embargo, los ámbitos personales y humanos como los lingüísticos, culturales y de idiosincrasia no es posible abordarlos sino desde el enraizamiento en una identidad libremente elegida y nunca impuesta por leyes o constituciones ‘‘democráticamente’’ impuestas por los votos de unas mayorías mudables por las circunstancias políticas.

La política que actualmente están aplicando los populares y los socialistas respecto a los grupos emigrantes y las nacionalidades españolas a las que se les niega su identidad será el referente que deberán aceptar cuando ante la promulgación de la Constitución Europea se les aplique el mismo rasero de una identidad europea poco respetuosa con las identidades que ahora acuden libremente a la configuración de Europa.





      

 

 




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