Democracia y nacionalismo
* José Luis Orella Unzué és catedràtic
de la Universidad de Deusto
La pregunta que se lanza a todo nacionalismo (francés, español,
italiano o vasco) es si sus proyectos etnicistas son compatibles
con la democracia. Es decir, si se pueden defender los intereses
de un conjunto de personas ligadas entre sí por lazos
culturales, lingüísticos y económicos en perjuicio de otros
ciudadanos que están de siempre o llegan ahora a su territorio y
ámbito cultural con aspiraciones de asentamiento, enraizamiento
y perdurabilidad.
En otras palabras ¿tienen los emigrantes sitio cultural, además
de ser fuerza laboral y de gozar de derechos sociales y
asistenciales, en el encuadre de una nación etnicista como
Francia o España? ¿Se puede reclamar a la vez algo
aparentemente contradictorio como es una ciudadanía universal
cerrando el espacio territorial soberano a un conjunto de
personas que aspiran a integrarse en él?
Los estados nacionales tienen la obligación de ofrecer a todos
los ciudadanos que se encuentren en su territorio una igualdad de
derechos y de oportunidades para que sean lo que quieran ser.
Pero ¿es compatible la igualdad de derechos y de oportunidades
con las identidades culturales? Porque la igualdad de derechos y
de oportunidades no se encierra en el ámbito del trabajo, del
goce del ocio, de las comodidades cotidianas, del acceso a una
vivienda digna, del derecho a una sanidad presente y la promesa
de una seguridad social en la jubilación. La ciudadanía
integral no se cierra con estos horizontes sino que se abre al
ejercicio de unas libertades individuales y de asociación y al
desarrollo de unas identidades culturales, lingüísticas y de
idiosincrasia. ¿O es que los emigrantes colombianos,
ecuatorianos, rumanos o marroquíes por el hecho de trabajar en
España decaen de este segundo plano de derechos y desarrollo de
su propia religión, cultura, lengua, costumbres y formas de
interpretar la vida social? Si esto fuera así los emigrantes
deberían contentarse con esta ciudadanía fundamental y deberían
explícitamente renunciar a la larga al uso de su lengua, al
ejercicio de su religión y a la organización social propia de
su cultura?
De nuevo asoma la pregunta sobre si es posible conjugar la
ciudadanía democrática con el desarrollo identitario de una
colectividad. Pero de hecho en todos los estados occidentales que
aceptan inmigración y mano de obra extranjera, lo mismo que en
el Estado español, ya desde la Edad Media se integran grupos
sociales que reclaman su propia nacionalidad e identidad.
La dificultad estriba en que en España ya existe un proyecto
identitario y no se acepta que dentro de la comunidad política
existan diferentes identidades, ni nacionalidades que aspiren a
ser naciones. Por eso al grupo de emigrantes que llegan y a los
que se les concede la ciudadanía elemental, se les niega la
ciudadanía total a no ser que admitan y se integren en el
proyecto identitario español. Tampoco basta que se reconozca a
los emigrantes y a los grupos minoritarios que viven en el Estado
español un nivel teórico de ciudadanía si luego en la práctica
se les fuerza a admitir un proyecto identitario español. No
basta con el reconocimiento legal de la singularidad y de los
hechos diferenciales ya que se les niega el origen intrínseco,
popular e igualmente identitario de las mismas peculiaridades.
Del mismo modo no se les concede la igualdad ciudadana a las
nacionalidades españolas (navarra, vasca, catalana, gallega,
leonesa o andaluza, etc.) que no se integren en el proyecto
identitario español.
En España han copado populares y socialistas de forma no democrática
la concesión del título de ciudadanía española de base
identitaria, etnicista y excluyente. Ellos son los portadores de
los valores identitarios y los expendedores de la legitimidad.
Ellos son los que la niegan la ciudadanía española completa a
los emigrantes y a los súbditos estatales de las nacionalidades
a no ser que renuncien a sus niveles lingüísticos, culturales y
de idiosincrasia.
Más aún, los populares y los socialistas han dado un paso
adelante y olvidando la propia historia española y las formas
políticas de organización aceptadas en el pasado se han
constituido en únicos poseedores del patriotismo constitucional.
La rica identidad española la han reducido a una constitución,
como la de 1978, que, aunque tenga una larga vida, será efímera
en la historia multisecular de España.
Muchos han olvidado la historia de las relaciones de los
territorios forales con la Corona española cuando se atreven a
afirmar que «nunca estos territorios fueron sujetos de anexión
alguna provocada por la fuerza». Si verdaderamente existió un
derecho foral pactista comprobado por la historia ¿cómo se
atreve a decir alguno de estos ideólogos constitucionalistas que
«es una grave irresponsabilidad insinuar o promover una desanexión
de carácter unilateral con base en supuestos derechos históricos
falsos?»
Por recordar alguno citemos el ejemplo alavés. Si existió en
1332 como fundamento de la integración de Álava un pacto de
libre adhesión a Castilla ¿por qué algunos alaveses niegan a
Álava actual la capacidad de ‘‘un nuevo pacto político’’?
¿O quizás son tan poco objetivos como para afirmar que los
pactos establecidos entre los territorios históricos y la Corona
española no estaban inmersos en un contexto de violencia
banderiza o de guerra civil fraticida como en las Cortes de
Burgos de 1515? ¿«Existían entonces las mínimas condiciones
de igualdad política para abordar una propuesta de semejante
calado»? ¿No conocen por la historia la argumentación añadida
que en el debate posterior adquirieron aquellos firmantes del
pacto «para la persecución y aniquilamiento de quienes no
pensaban como ellos»?
Pero no basta con la afirmación que hacen los socialistas y los
populares de que la Constitución española de 1978 reconoce la
identidad nacional vasca y la identidad foral de los territorios
vascos si luego a renglón seguido «sobre la base del Estatuto
de Gernika» se niegan los derechos históricos reconocidos en el
mismo Estatuto.
Y ahora que Europa entra en una fase novedosa con la Constitución
europea en perspectiva hay que exigir sin ambages que la
democracia concretamente europea y generalmente occidental no se
base y fundamente en leyes y constituciones sino en culturas y en
idiosincrasias. La sumisión de españoles, franceses, alemanes,
lituanos o polacos, etc., lo mismo que los emigrantes a la
constitución europea implicará la concesión de una ciudadanía
de niveles fundamentales. Pero la ciudadanía completa implicará
el reconocimiento por Europa de las diferentes lenguas, culturas
e identidades.
A la hora de las conclusiones tenemos que afirmar que en el
momento actual de globalización y de cerrar el marco europeo no
hay posibilidad de platear el internacionalismo y la ciudadanía
universal sino desde un territorio concreto de soberanía, desde
una identidad elegida y desde una cultura y una lengua de expresión.
No cabe una ciudadanía universal y democrática si cada uno no
tiene la capacidad de elegir su propia lengua, la educación de
sus hijos, el ideal de humanismo que pretende vivir y transmitir,
la constitución de su propio pueblo. Si bien en algunos terrenos
como la ciencia, la economía o el comercio es posible
desarrollarlos en paradigmas universales, sin embargo, los ámbitos
personales y humanos como los lingüísticos, culturales y de
idiosincrasia no es posible abordarlos sino desde el
enraizamiento en una identidad libremente elegida y nunca
impuesta por leyes o constituciones ‘‘democráticamente’’
impuestas por los votos de unas mayorías mudables por las
circunstancias políticas.
La política que actualmente están aplicando los populares y los
socialistas respecto a los grupos emigrantes y las nacionalidades
españolas a las que se les niega su identidad será el referente
que deberán aceptar cuando ante la promulgación de la
Constitución Europea se les aplique el mismo rasero de una
identidad europea poco respetuosa con las identidades que ahora
acuden libremente a la configuración de Europa.
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